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Tuesday, January 25, 2011

Guerra, felicidad y un himno mal interpretado
Marco Rascón


En el futuro podría llamarse "la guerra chiquita" o "la guerra que nunca fue".

Guerra que ha sido negada por el mismo que la declaró es, en sí, un cambio de estrategia: se reconoce que la guerra, es en verdad, una matanza. Por eso no se cuentan batallas, sino muertos; por eso, no se informa de las batallas ganadas o perdidas, ni de los avances o retrocesos y únicamente hay cifras de muertos.

La matanza es una manera de individualizar la violencia; hasta ahí llegó la fuerza del neoliberalismo: cada masacre se convierte en un número, para no hacer juicios cualitativos, sino sólo cuantitativos. Felipe Calderón, jefe supremo de las fuerzas armadas de México, tuvo que corregir el término, pues una guerra es un choque entre fuerzas y aunque siempre han hablado "del crimen organizado" y de que éste tiene control de grandes territorios municipales, estatales y federales, el esquema se disuelve en una lista de 35 mil muertos, que deja atrás una lista también enorme de asesinos, viudas, huérfanos, secuestros, víctimas inocentes, mensajes de terror, amenazas continuas, tráfico de armas, niños sicarios, manifestaciones de comunidades en favor de los que están fuera de la ley y construyen otra.

De acuerdo con las últimas versiones oficiales vertidas en la propaganda militar, el objetivo era atrapar o liquidar a más de una docena de capos. De esa lista, la mitad ha sido apresada o muerta y por ello se hacen los grandes festejos mediáticos cada vez que cae una cabeza. Nunca sabemos cuántas nacen…

Con estos objetivos que son ahora el parámetro oficial para que concluyamos que "vamos ganando" y que, apresado El Chapo Guzmán, la guerra chiquita se habrá ganado, se imita la guerra contra Irak, donde Estados Unidos se justificó como policía del mundo, al proponerse detener a Saddam Hussein; sin embargo, por ello, le destruyeron el país a los iraquíes. Aquí igual: por apresar a 15 capos, se han muerto 35 mil mexicanos y la distribución de droga sigue, el narcomenudeo no cesa, la drogadicción sigue aumentando y la espiral va creciendo.

En el fondo es una guerra por la felicidad, pues para millones de mexicanos sumidos en la falta de perspectivas de mejoramiento, viviendo de una despensa, migrando a las ciudades o al extranjero, el consumo de drogas se convirtió en un medio para buscar la felicidad virtual, pagando el costo de la adicción. Los canales de adicción ya no sólo fueron urbanos, sino que se extendieron a los pueblos deprimidos y a las provincias decadentes; aunque la felicidad sea efímera, para muchos es mejor que la felicidad inexistente que ofrecen las instituciones y la realidad brutal de la falta de futuro.

La felicidad que ofrece el narcotráfico es más creíble que la que ofrece la clase política con sus promesas, discursos e informes y que pintan como obra propia, lo que es una obligación que se paga con el erario público. Por eso, pese a las incautaciones de droga, golpes mediáticos y el número de muertos, el narcotráfico no cesa.

Hasta la saciedad se ha argumentado sobre el hecho de que los que intentaron la felicidad en este mundo globalizado mediante el consumo de drogas son adictos y enfermos; sin embargo, el concepto de la guerra mediante la matanza y la prisión, los ha convertido en delincuentes, mezclándolos a todos, hasta crear la nueva especie social, que mata y muere diariamente como diría Marcola, uno de los jefes del narco brasileño, en entrevista a O Globo.

No habrá paz en las prisiones hasta que ésta no sea legalizada y se dé bajo un criterio médico, terapéutico, donde las autoridades penitenciarias tengan facultades de suministrarlas de manera personalizada a los reos, hasta su rehabilitación. De entrada las prisiones deberían ser para curar adicciones.

Limpiar matando, hacinar en prisiones, involucrar a Ejército y Marina, hacer crecer el armamento, las policías de élite y el gasto en seguridad, sin tocar las raíces que dieron lugar a esta gran descomposición y violencia confusa, ha hecho crecer un monstruo, que es ya un tercer protagonista en esta guerra chiquita: el paramilitarismo nacido entre los intereses del narcotráfico y las policías. Su misión: confundirse como bandas y liquidar. Su tarea no es llevar delincuentes a los jueces y tribunales, sino ahorrar procesos penales matando en masa. Son los nuevos señores de la guerra.

Lo más complicado es que todo esto se intuye, pues para todos es más cómodo continuar con la versión de un enfrentamiento entre un crimen organizado de cien cabezas matándose entre ellos y un gobierno que los persigue a todos.

Felipe Calderón vive con emoción la letra del Himno Nacional Mexicano, pero en su interpretación errónea, nos convoca a lanzar el grito de guerra, guerra dando pie a que el extraño enemigo intervenga y construyendo con ello el camino a la restauración del viejo régimen, que ya prepara la ruta de lo que será la futura negociación y la declaración de paz, aunque esta sea la de los sepulcros.

http://www.marcorascon.org

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Don Samuel, El Caminante
Por Carlos Fazio



Al despuntar 1994, con la novedad de la insurgencia campesino-indígena zapatista, un hombre de la Iglesia católica comenzó a acaparar los noticieros y las primeras planas de la prensa mundial: monseñor Samuel Ruiz García, obispo de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, en el sureste mexicano.

Pero, ¿quién era Samuel Ruiz, esa figura signo de contradicciones, venerada casi como un dios por los indígenas de Chiapas y odiada al extremo por los poderosos de su diócesis? No era un desconocido.

En las zonas indígenas del continente americano, desde Alaska a la Patagonia, pero también en Asia y África así como en los ambientes ecuménicos de Europa, El Tatic Samuel había cobrado fama de profeta desde el inmediato posconcilio, cuando comenzó a aplicar los acuerdos del Vaticano II.
Luego, con Medellín (1968) y el despertar de una nueva conciencia episcopal latinoamericana, en contraste con una institución cupular, vertical, predominantemente conservadora y legitimadora del poder y de la ideología dominante, como la que existe en México y en otras latitudes, don Samuel impulsaría un modelo de Iglesia más participativa, más autóctona. En su diócesis de San Cristóbal fue el constructor de una Iglesia con rostro indígena.

Hijo de espaldas mojadas, fue ordenado sacerdote en Roma, en 1949. Diez años después, Juan XXIII lo nombró obispo de San Cristóbal. Tenía apenas 35 años. Había sido formado para ser un obispo tradicional, de poder. Pero a poco de empezar a recorrer la diócesis, aquella realidad de miserias y carencias le golpeó. Se practicaba entonces un indigenismo paternalista en el cual el indio era objeto de la acción pastoral. De la mano del Concilio Vaticano II comenzó a intuir que por allí no era su camino de pastor. Pero fue su transitar por los senderos reales y de herradura de la selva Lacandona, lo que lo encaminó a su propia conversión. No pudo ser indiferente ante tanta opresión, miseria, hambre, discriminación y muerte.

En el último tercio del siglo XX, Chiapas era baluarte de terratenientes, madereros y cafetaleros, en una realidad de peones acasillados como en la Colonia. Durante un tiempo don Samuel fue un obispo pescado: pasó con los ojos abiertos en medio de la opresión, sin verla. Hasta que descubrió al indio marginado. Eso ocurrió cuando dejó de ver sólo iglesias llenas y tomó conciencia de la explotación del indígena y del funcionamiento de las estructuras sociales de dominación clasista.
Supo entonces que el camino nuevo era riesgoso y conflictivo, porque vendrían acusaciones y le endosarían etiquetas de marxista y de una politización indebida. Pero eran los peligros que debía afrontar.

En realidad, como dijo él muchas veces, quienes lo convirtieron fueron los indios. La clave, pues, está en que se convirtió al pobre, a las raíces, a la cultura, al pueblo. Y eso comenzó a mover dentro de sí el espíritu hacia la liberación, la justicia y la paz. Vivió entonces la conversión como un continuum; siempre convirtiéndose durante 40 años.

No fue un camino fácil. Tuvo que dejar atrás inercias, boato, comodidades. Nadie opta por los indígenas sin convertirse a los indígenas, esos Cristos maltratados al decir de fray Bartolomé de Las Casas. Fue, Samuel, un obispo de puertas abiertas. Pero nunca un obispo sentado. Al contrario, fue y seguirá siendo para quienes le conocieron un pastor itinerante, peregrino. Le decían El Caminante. Por eso los indios de Chiapas lo vieron llegar, incansable, montado en su caballo el Siete Leguas, a lomo de burro, en Jeep o simplemente a pie.

Profeta seductor, supo ser un teólogo que cambió los libros por la historia –la historia real, concreta– y puso los pies sobre la tierra. Hombre de frontera y acompañamientos, se convirtió en líder sin proponérselo, con una cauda de autoridad moral enorme, porque siempre estuvo en la frontera de la vida y la muerte. Además, el hecho de haberse esforzado por comprender las lenguas tzeltal, tzotzil y un poco de chol y tojolabal –las cuatro lenguas indígenas predominantes en su diócesis–, muestra cuál fue su actitud pastoral: no fue desde arriba y afuera, sino desde adentro y a la par.

El mejor testimonio de ello lo dio el pueblo pobre de Chiapas el 10 de febrero de 2000. Ese día bajaron de las montañas y entraron en caravana a San Cristóbal de las Casas, por los cuatro puntos cardinales, más de 15 mil indígenas. Habían llegado a la ciudad mestiza para despedir al obispo local, El Tatic Samuel, quien el 25 de enero anterior había cumplido 40 años de servicio episcopal. Llegaron a expresarle su fervor y su cariño. La ausencia del nuncio Mullor y la mayoría de los obispos mexicanos no menguó el brillo y calor de los festejos. La multitud ni siquiera se enteró de las ausencias de los dignatarios católicos, acostumbrados como están al abandono de los poderosos.

Al alba de aquél día, el padre Clodomiro Siller abrió el libro Tonal pohuali y consultó el calendario maya, para saber los signos del día –su tiempo y su espacio– que le tocaban esa jornada al festejado. La fecha era 12 flor. Tres veces cuatro. Cuatro es la totalidad cósmica. Tres, la mediación, el viento entre el cielo y la tierra. El signo que se debe vestir en un día como ese es el quetzal, la hermosa ave de plumas verdes que jamás puede estar en cautiverio. El ave de la libertad. Su lectura fue clara: Samuel, el mediador, el indomable.

No daba todavía el mediodía, cuando la figura de El Tatic apareció por la puerta de catedral portando su bandera verde de Jcanan Lum (protector y guía del pueblo), que le habían entregado los indígenas en Amatenango. Le acompañaban los 13 ancianos principales, como denominan a los sabios de las etnias. Habían llegado de las siete regiones pastorales de la diócesis. Detrás iban diez obispos –monseñor Raúl Vera entre ellos– y un grupo de indígenas que enarbolaban las 52 banderas que simbolizan el siglo maya.

Después vino la oración y la liturgia en tzotzil, ch’ol, tzeltal, tojolabal, inglés y español. Pidieron por El Tatic Samuel y el tatic Vera; por los catequistas de la diócesis, perseguidos, encarcelados y asesinados. Otro ruego que se oyó (cuyo eco llega hasta el presente en este México militarizado, paramilitarizado y mercenarizado), fue por los militares y policías que tienen que cumplir órdenes, para que no se extralimiten en contra de sus hermanos, quizá inspirado en la última homilía del arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, quien clamó: En nombre de Dios, cese la represión, y fue ejecutado por un grupo clandestino del ejército salvadoreño.

En aquellos días, hace 11 años, más de 60 mil soldados, apoyados por aviones y tanquetas vigilaban día y noche a la población maya, que ha protagonizado varias rebeliones a lo largo de su historia. Hoy el número de soldados es menor, pero aumentó el poder de fuego del Ejército con sus tropas de desplazamiento rápido. El pueblo pobre y el fusil de los poderosos enfrentados en esas inmen- sidades chiapanecas, en una guerra silenciosa que lleva más de cinco siglos.

Habían pasado casi cuatro horas, cuando los 13 ancianos en el templete, junto a don Samuel y don Raúl comenzaron a repartir el fuego nuevo, que marca el fin de un ciclo y el comienzo de otro. El ciclo que terminaba eran los 40 años de Samuel Ruiz al frente de la diócesis. El ciclo por venir despertaba entonces dudas y temores. La sombra de un desmonte de signo conservador planeaba sobre San Cristóbal, igual que había ocurrido antes en Cuernavaca, la de don Sergio Méndez Arceo. Fueron las comunidades indígenas, el pueblo pobre, digno y combativo de Chiapas, el que ese día, como muchas veces antes, identificó y honró a don Samuel, de manera sencilla, como un padre de proyección mexicana, latinoamericana y mundial, y rindió un caluroso homenaje a su pensamiento y práctica liberadora. Pensamiento, acción y acompañamiento, que en el caso de El Tatic han venido nutriendo a un par de generaciones socio-eclesiales del continente y que por ello, sin duda, forma ya parte de la nueva patrística latinoamericana.

Don Samuel siguió teniendo la espalda ancha y hasta el final supo asumir los momentos de tensión, ¡que no fueron pocos!, con ecuanimidad y hasta con ribetes de humor. Será su forma de ser o porque es un veterano apaleado. La experiencia enseña a relativizar, afirmó alguna vez Pedro Casaldáliga. En lo personal, sin compartir su fe, don Samuel nos enseñó el camino de acompañamiento de los indígenas chiapanecos y el pueblo pobre de México.

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