Cárceles llenas de mariguanos y mariguaneros
Fuente: Milenio / 5 de Enero, 2013
Forzado por las votaciones en varios estados de la Unión Americana en que los ciudadanos eligieron hacer legal el consumo de la mariguana —ya sea con o sin receta médica— el gobierno de México, en particular su presidente Felipe Calderón, cambió su discurso prohibicionista y “retó” al mundo a discutir opciones diferentes que incluyan la posibilidad de normar y regular la producción, distribución y consumo de sustancias hoy consideradas ilícitas.
El viraje tuvo su momento culminante frente a la Asamblea de la Organización de las Naciones Unidas unos días antes de dejar la Presidencia. Era, en muchos sentidos, una enorme derrota. Seis años se había caminado en sentido contrario con las terribles consecuencias que todos conocemos.
La posición de Calderón no era única ni nueva.
Fue la posición que como política pública se aplicó en la mayoría de los Estados Unidos en buena parte de los años 90 y que en algunos rincones de aquel país sobrevive hasta hoy y que ha tenido como una de sus consecuencias sobre poblar las cárceles con adictos o con narcomenudistas que sin representar ningún peligro para la sociedad, sus días en prisión los devuelven convencidos criminales.
En la segunda mitad de sus mandato, Calderón logró incrementar de manera exponencial la capacidad de las prisiones federales, que desde hacía años no tenían espacio para contener miles de detenidos por “delitos contra la salud” y otros delitos federales. Esa situación había saturado prisiones locales —mal cuidadas y diseñadas para otra cosa— de presuntos y sentenciados relacionados con alguna actividad de narcotráfico y otras conductas delictivas graves como secuestro. El sistema de prisiones federales está hoy muy cerca de poder alojar a sus más de 40 mil internos —en 2006 atendía a menos de 4 mil—.
El nuevo sistema de prisiones federales fue construido y dependía de la Secretaría de Seguridad Pública, que al final de la administración comisionó al CIDE para que hiciera una encuesta entre los reclusos. Los resultados, presentados hace unos días, son una buena radiografía no solo de lo que sucede en los centros sino de algunas consecuencias de la política prohibicionista.
Cito un párrafo de la sección que analiza por qué delitos están sentenciados los reclusos: “Es importante resaltar el alto porcentaje de personas que reporta estar sentenciado por transporte y posesión de narcóticos (siendo la primera y segunda mención más frecuente). Los datos muestran que, del total de las personas encuestadas 23.1% están sentenciadas por posesión y 24.5% por transporte. Otro 9.3% reportó estar sentenciado por venta al menudeo de narcóticos. En otras palabras, 57% de la población total encuestada está sentenciada por estas tres modalidades delictivas y 33.5% de la población total está sentenciada por posesión, venta al menudeo o consumo.
“Aunque habría que analizar con más detalle los casos concretos para conocer las circunstancias (por ejemplo, para conocer las cantidades y sustancias involucradas, la existencia de concurrencia de delitos, portación de armas, pertenencia a grupos de delincuencia organizada, etcétera), el alto porcentaje de personas sentenciadas por posesión, venta al menudeo y consumo resulta preocupante pues sugiere una política de drogas enfocada en detener a traficantes de pequeña escala y/o a consumidores. El alto porcentaje de personas sancionadas por estas modalidades delictivas implica una enorme carga al sistema y significa el uso de recursos que no son utilizados para perseguir y sancionar conductas delictivas de mayor importancia y gravedad social”.
La encuesta del CIDE apunta un fenómeno más preocupante: En el caso de los hombres, 57.6% dijo estar sentenciados por delitos contra la salud mientras que, en el caso de las mujeres, fue 80%. Por cierto, 9 de cada diez entre esas mujeres son primodelincuentes,como dice el documento: “Se trata así de infractoras de normas contra la salud, no violentas y sin antecedentes penales”.
Casi la mitad de nuestros sentenciados por delitos contra la salud son por haber consumido o vendido mariguana. Sí, la droga que es legal en varios estados de Estados Unidos. Y 4 de cada diez están recluidos por transacciones menores a cien mil pesos. 15 por ciento de los encuestados están ahí por transacciones menores a 20 mil pesos.
La encuesta y su análisis, coordinados por Catalina Pérez Correa y Elena Azaola, es un documento sin desperdicio, entre otras cosas porque refleja la consecuencia de un política obsesiva con la prohibición y sus nefastas consecuencias. El estudio es una fuente magnífica para analizar las condiciones educativas, familiares, sociales de quienes delinquen; sus razones y sus circunstancias.
Y para documentar nuestro pesimismo, me despido con un último dato. En la encuesta, las prisiones federales son mejor calificadas en cuanto a comida, trato, actividades y seguridad que las estatales; pero cuando les preguntaron a los reos que consumen droga en el penal quién se las proveía; no tuvieron duda: los custodios. Sí, los que están ahí para supervisarlos. Los servidores públicos.
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Paz en una nación armada
Michael
Moore
Amigos:
Luego de
presenciar la deschavetada y mentirosa conferencia de prensa de la Asociación
Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés), el viernes pasado, me quedó
claro que la profecía maya se ha cumplido.
Excepto que el único mundo que ha
terminado es el de la NRA.
El poder fanfarrón que le ha permitido dictar la
política sobre armas de este país se ha acabado. A la nación le repugna la
masacre en Connecticut, y los signos están en todas partes: un entrenador de
basquetbol en una conferencia de prensa después de un partido; el republicano
Joe Scarborough; el dueño de una casa de empeños en Florida; un programa de
recompra de armas en Nueva Jersey; y el juez conservador y dueño de armas que
condenó a Jared Loughner.
Aquí
está, pues, mi brindis decembrino para ustedes:
Estas
masacres con armas de fuego no terminarán pronto.
Siento
decir esto, pero muy en el fondo todos sabemos que es cierto. No significa que
no debamos seguir presionando: después de todo, el impulso está de nuestra
parte. Sé que a todos nosotros, yo incluido, nos gustaría que el presidente y
el Congreso promulgaran leyes más estrictas sobre armas. Necesitamos que se
prohíban las armas automáticas y semiautomáticas y los magacines que contienen
más de siete balas. Necesitamos mejores revisiones de antecedentes y más
servicios de salud mental. Necesitamos regular las municiones también.
Pero,
amigos, me gustaría proponer que si bien todo lo anterior reducirá las muertes
por armas de fuego (pregúntenle al alcalde Bloomberg: es prácticamente
imposible comprar una arma en Nueva York y el resultado es que el número de
homicidios por año se ha reducido de 2 mil 200 a menos de 400), en realidad no
pondrá fin a estos asesinatos en masa ni atacará el problema esencial que
tenemos. Connecticut tenía una de las leyes más severas sobre armas en el país,
y no sirvió de nada para prevenir la matanza de 20 niños el 14 de diciembre.
De
hecho, seamos claros sobre Newtown: el asesino no tenía antecedentes penales,
así que jamás habría aparecido en una revisión en archivos policiales. Todas
las armas que empleó fueron adquiridas legalmente; ninguna encajaba en la
definición legal de arma de “asalto”. El asesino parecía tener problemas
mentales y su madre lo hizo buscar ayuda, pero fue inútil. En cuanto a medidas
de seguridad, la escuela Sandy Hook fue cerrada con candados antes de que el
homicida se presentara esa mañana. Se habían realizado simulacros precisamente
contra ese tipo de eventos. De mucho que sirvió.
Y he
aquí el hecho sucio que ninguno de nosotros los liberales quiere discutir: el
asesino sólo se detuvo cuando vio que los policías llegaban en tropel a la
escuela, es decir, hombres armados. Cuando vio llegar las armas, detuvo el baño
de sangre y se mató. Las armas de los policías impidieron que ocurrieran otras
20, 40 o 100 muertes. A veces las armas funcionan. (Sin embargo, hubo un
alguacil armado en la escuela preparatoria de Columbine el día de la matanza y
no pudo o no quiso detenerla.)
Lamento
ofrecer esta verificación de realidades en nuestra muy necesaria marcha hacia
un montón de cambios bienintencionados y necesarios –pero a la larga,
cosméticos en su mayoría– en nuestras leyes sobre armas. Los hechos tristes son
estos: otros países donde abundan las armas (como Canadá, donde hay 7 millones
de armas en sus 12 millones de hogares, la mayoría de caza) tienen una tasa de
homicidios más baja. Los chicos de Japón ven las mismas películas violentas, y
los de Australia practican los mismos juegos violentos de video (El Gran
Robo de Autos fue creado por una firma británica; el Reino Unido tuvo 58
asesinatos por arma de fuego en una nación de 63 millones de habitantes). Esta
es la pregunta que deberíamos explorar en lo que prohibimos y restringimos las
armas: ¿quiénes somos?
Trataré
de contestar esta pregunta.
Somos un
país cuyos líderes oficialmente aprueban y cometen actos de violencia como
medio para lograr un fin a menudo inmoral. Invadimos países que no nos
atacaron. Ahora usamos drones en media docena de países, y con
frecuencia matan civiles.
Puede
que esto no sea sorpresa para nosotros, siendo una nación fundada en el
genocidio y construida sobre las espaldas de esclavos. Nos causamos 600 mil
muertes en una guerra civil. “Conquistamos el Salvaje Oeste con una revólver de
seis tiros” y violamos, golpeamos y matamos a nuestras mujeres sin piedad y a
un ritmo asombroso: cada tres horas se comete el asesinato de una mujer en
Estados Unidos (la mitad de las veces por su pareja actual o su ex); cada tres
minutos hay una violación, y cada 15 minutos alguna mujer recibe una golpiza.
Pertenecemos
a un grupo ilustre de naciones que aún aplican la pena de muerte (Corea del
Norte, Arabia Saudita, China, Irán). No nos causa mayor conflicto que decenas
de miles de nuestros ciudadanos perezcan cada año porque carecen de seguridad
social y por tanto no ven a un médico hasta que es demasiado tarde.
¿Por qué
hacemos esto? Una teoría es que es simplemente “porque podemos”. Existe un
nivel de arrogancia en el espíritu estadunidense, amistoso por lo demás, que
nos persuade de creer que poseemos algo excepcional que nos separa de todos
esos “otros” países (sí tenemos muchas cosas buenas; lo mismo puede decirse de
Bélgica, Nueva Zelanda, Francia, Alemania, etcétera). Creemos ser número uno en
todo, cuando la verdad es que nuestros estudiantes están en el lugar 17 en
ciencias y el 25 en matemáticas, y ocupamos el lugar 35 en expectativa de vida.
Creemos tener la democracia más grandiosa, pero nuestra participación en urnas
es la menor de cualquier democracia occidental.
Somos lo
más grande y lo mejor en todo, y exigimos y tomamos lo que queremos. Y a veces
tenemos que ser unos violentos hijos de puta para obtenerlo. Pero si uno de
nosotros no capta el mensaje y muestra la naturaleza sicótica y los brutales
resultados de la violencia en Newtown, en Aurora o en el Tec de
Virginia, entonces todos nos ponemos “tristes”, “nuestros corazones están con
los familiares” y los presidentes prometen adoptar “medidas significativas”.
Bueno, tal vez en esta ocasión este presidente lo diga en serio. Será mejor que
así sea. Una enfurecida multitud de millones no va a dejar caer el tema.
Mientras
discutimos y demandamos lo que se debe hacer, me permito pedir que nos
detengamos a echar una ojeada a los que creo que son los tres factores
extenuantes que podrían responder a la pregunta de por qué los estadunidenses
tenemos más violencia que casi nadie más:
1. Pobreza.
Si hay algo que nos separa del resto del mundo desarrollado, es esto: 50
millones de nuestros compatriotas viven en pobreza. Uno de cada cinco
estadunidenses tiene hambre en algún momento del año. La mayoría de quienes no
son pobres viven al día. No hay duda de que esto crea más crimen. Los empleos
en la clase media previenen el crimen y la violencia. (Si no lo creen, háganse
esta pregunta: si su vecino tiene empleo y gana 50 mil dólares al año, ¿qué
probabilidades hay de que se meta en su casa, les meta un tiro en la cabeza y
se lleve el televisor? Ninguna.)
2. Miedo/racismo.
Somos un país terriblemente miedoso, si se considera que, a diferencia de
la mayoría de las otras naciones, jamás hemos sido invadidos. (No, 1812 no fue
una invasión: nosotros la empezamos.) ¿Para qué diablos necesitamos 300
millones de armas en nuestros hogares? Entiendo que los rusos estén un poco
amoscados (más de 20 millones de ellos murieron en la Segunda Guerra Mundial).
Pero, ¿cuál es nuestro pretexto? ¿Nos preocupa que los indios del casino nos
hagan la guerra? ¿Que los canadienses parezcan estar amasando demasiadas
tiendas de donas Tim Horton a ambos lados de la frontera?
No. Es
porque muchas personas blancas tienen miedo de las personas negras. La gran
mayoría de las armas en Estados Unidos se venden a personas blancas que viven
en suburbios o en el campo. Cuando fantaseamos con ser asaltados o con que
nuestra casa sea invadida, ¿qué imagen nos formamos del perpetrador en nuestra
mente? ¿Es el chico pecoso que vive en nuestra calle, o alguien que es, si no
negro, al menos pobre?
Creo que
valdría la pena: a) esforzarnos por erradicar la pobreza y recrear la clase
media que teníamos, y b) dejar de promover la imagen del hombre negro como el coco
que va a hacernos daño. Cálmense, personas blancas, y desháganse de sus
armas.
3. La
sociedad del “yo”. Creo que la norma del “cada quien para su santo” de este
país es lo que nos ha puesto en el hoyo en que nos encontramos, y ha sido
nuestra perdición. ¡Ráscate con tus uñas! ¡No eres mi problema! ¡Esto es mío!
Sin
duda, ya no cuidamos de nuestros hermanos y hermanas. ¿Está usted enfermo y no
puede costear la operación? No es mi problema. ¿El banco le embargó su casa? No
es mi problema. ¿No tiene dinero para ir a la universidad? No es mi problema.
Y sin
embargo, tarde o temprano se convierte en nuestro problema, ¿o no? Si quitamos
demasiadas redes de seguridad, todos comenzamos a sentir el impacto. ¿Quieren
vivir en una sociedad así, en la cual sí tendrán una razón legítima para sentir
miedo? Yo no.
No digo
que en otros lados sea perfecto, pero en mis viajes he notado que otros países
civilizados ven un beneficio nacional en cuidar unos de otros. Cuidado médico
gratuito, universidades gratuitas o de bajo costo, atención a la salud mental.
Y me pregunto, ¿por qué no podemos hacer esto? Creo que es porque en muchos
otros países las personas no se ven como separadas o solas, sino juntas en la
senda de la vida, en la que cada una existe como parte integrante de un todo. Y
uno ayuda a otros cuando tienen necesidad, no los castiga porque han tenido una
desgracia o una mala racha. Tengo que creer que una de las razones por las que
los asesinatos con armas de fuego son tan raros en otros países es porque hay
menos mentalidad de lobo solitario entre sus ciudadanos. La mayoría son
educados con un sentido de conexión, si no de abierta solidaridad. Y eso hace
más difícil matarse unos a otros.
Bueno,
pues he ahí algo en qué pensar mientras disfrutamos de las festividades. No se
olviden de darle mis saludos a su cuñado conservador. Hasta él les dirá que si
no pueden acertarle a un ciervo en tres disparos –y afirman necesitar un
cargador de 30 tiros– es que no son cazadores, y no tienen nada que hacer con
una arma en la mano.
¡Disfruten
las fiestas!
Su
amigo,
Michael
Moore
Traducción: Jorge Anaya
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Protesting Gang Rape Won't Change Indian Misogyny
Source: The Huffington Post / 01/04/ 2013
A 23-year-old medical student was on a bus with her boyfriend in New Delhi, and was subsequently gang-raped and sadistically beaten by six men. Two weeks later, she succumbed to her injuries and died. Despite the fact that a woman is raped every 22 minutes in India, this one has sparked outrage and protest across the country while the world looks on.
Many are surprised that something like this could happen in India's capital. A place that boasts a thriving middle class, world class shopping and an urban elite is concurrently one of the world's epicenters for rape, with mores perpetuating rape culture.
However, rape culture is not something that is confined to the boundaries of the Indian subcontinent. This past year has been a stark exemplification of the pervasiveness of rape culture in North America. From Krista Ford asserting that women would avoid rape altogether if they merely stopped dressing like whores, to the onslaught of the terms "forcible rape" and "legitimate rape" into the North American vernacular, victim blaming and the trivialization of rape is lamentably commonplace on this side of the ocean as well.
Nevertheless, India has a culture of entrenched misogyny, which has led to an endemic of violence against women, thereby exacerbating the omnipresent rape culture that already permeates most societies. Violence against women is not only something that is tolerated, but seems to be justified by the majority of Indian society, including teens.
A UNICEF report found that 57 per cent of males and 53 per cent of females aged 15-19 believed wife beating was justified. In fact, India, which is the world's largest democracy, is also the worst place for a woman to live out of all G20 countries. Between 1971 and 2011 the incidence of rape rose 873 per cent, which is 3.5 times faster than the murder rate for the same period.
Gender segregation starts very early and gender roles and stereotypes are enforced at birth, causing them to become internalized by both men and women. Giving birth to sons is seen as winning the reproductive lottery where daughters are merely a financial and moral burden. Young girls often have no place to turn as their mothers and other female relatives are either complicit or actively involved in the cycle perpetuating the notion that women and girls are second-class citizens. This preference for sons has caused a highly skewed gender ratio, daughters sold off to the sex trade, female infanticide, sex selective abortions and forced marriages.
Sons are taught that they are a blessing to be cherished and that women are there to serve them however they please. This is only echoed in Bollywood films, which are regrettably romanticized by the west, in which male protagonists depict their sexual prowess by sexually harassing the principal female character into submission. In the world of Indian melodramas, a "no" will inevitably turn to a "yes" after a few song and dance routines in the rain, of course.
Women have no ally in the legislature either, as every major political party has candidates that have been charged with crimes against women, ranging from domestic abuse to rape. Additionally, Indian jurisprudence sanctions a "virginity test" to determine the credibility of the victim's statement. In the test, a doctor inserts two fingers into the woman's vagina to determine the presence or absence of the hymen and the general "laxity" of the vagina, and presumably, the victim herself.
Whereas India boasts many high profile female politicians, authors, filmmakers and public figures, Indian culture venerates a machismo ethos in which women are akin to a property transfer, first belonging to their fathers and then their husbands.
Indians by and large will vehemently voice their objection to this assertion by listing Hindu goddesses and holidays that celebrate women, failing to recognize that women are celebrated not as equal members of society, but rather as dutiful mothers and subservient wives.
India is a nation that fails its women in its family structure, the media, in law and in politics. So while I am grateful that this incident has forced women and men out onto the streets in protest, I am pragmatic enough to know that until Indians undergo some sort of socio-cultural metamorphosis, our daughters won't be safe from our sons.