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Wednesday, October 03, 2007

Tlatelolco, historias y episodios de la politica en Mexico!

Ciudad de México, 2 de octubre de 2007

TLATELOLCO: HORRENDA MATANZA URDIDA POR MENTES ENFERMAS (parte 1)

El material periodístico que durante 39 años se ha escrito y publicado sobre la matanza de Tlatelolco es por demás abundante. Si bien los primeros días y meses, e incluso años inmediatos, la sumisión al poder por parte de la mayoría de los medios informativos impidió que se supiera la verdad en su dolorosa magnitud, con el paso del tiempo esconder la realidad de lo que había pasado fue imposible. Libros y reportajes sobre la matanza empezaron entonces a publicarse.

Ahora, 39 años después y en tiempos en los que la desinformación de los grandes medios sobre las luchas populares se vuelve a editar mediante cercos informativos, cobra mayor relevancia el testimonio de un medio que el mismísimo 1968 fue de los pocos que con valentía mantuvo informado a sus lectores sobre los pasos del movimiento estudiantil popular de ese año: la revista Por qué?

A unas horas de los acontecimientos de la Plaza de las Tres Culturas, Por qué? sacó a la circulación un número extraordinario, registrando como tiro de esa edición la cantidad de 300 mil ejemplares. En su página 9 y siguientes, presentó un reportaje, sin firma, “objetivo sobre lo ocurrido el miércoles 2 de octubre de 1968”, con lo que la revista asentaba que creía “cumplir, en la medida de su modestia, con una labor que debía ser de todos los que en México se llaman periodistas.

Porque el 2 de octubre no se olvida, y en tributo a ese tipo de periodismo, los periodistas del servicio de noticias ISA reproducimos en esta fecha el citado reportaje.

Fue algo espantoso, de pesadilla. Bandadas de chiquillos histéricos, separados de sus padres en medio de la confusión, corrían horrorizados, en muchas ocasiones para ir a dar frente a los fusiles asesinos, que barrían sin piedad a la multitud. Un grupo de estos niños enloquecidos pasó frente al lugar donde el reportero se había refugiado. De pronto, el cráneo de uno de ellos pareció estallar, tal vez alcanzado por una bala expansiva, y el pequeño rodó por el suelo.

Sus compañeros huyeron, pero un chiquitín de unos seis años, estupefacto y seguramente sin saber lo que es la muerte, trataba inútilmente de reanimarlo. Sacudía desesperado el inerte cuerpecillo mientras gritaba. “Beto, Beto, ¿qué te pasó?”. La voz se fue quebrando, convirtiéndose en un ronco bisbiseo, hasta que se apagó por completo. Los dos pequeños cuerpos quedaron tirados sobre el asfalto, estrechamente unidos en un abrazo. Cuando logramos abandonar el refugio, ninguno de los dos se movía; quizá ambos estaban muertos; esta escena quedará grabada en forma indeleble en la mente del reportero; probablemente su cobardía le impidió salvar la vida del segundo niño, arrastrándolo hasta la zanja; pero las balas silbaban por todas partes, y el instinto de conservación es terriblemente egoísta.

Las armas nacionales se han cubierto de gloria
Fue una matanza estúpida, urdida por mentes enfermas. Lo ocurrido en Tlatelolco al anochecer del 2 de octubre de 1968 pasará a formar parte de las páginas más negras de nuestra historia. Y la Historia, con mayúsculas, habrá de condenar a quienes prepararon la emboscada contra el pueblo y a quienes la ejecutaron.

Porque el ejército, aunque haya sido atendiendo órdenes de sus superiores, actuó con una maldad extrema. Si se hubiera tratado de una guerra; si las tropas que se lanzaron contra el pueblo hubieran sido de un país enemigo, no habrían actuado con tanta falta de humanidad. En las guerras, los soldados disparan contra sus iguales, que van asimismo armados, y son extranjeros, enemigos. En Tlatelolco se trataba de masacrar a hombres, mujeres —muchas de ellas encinta— y a niños, que aparte de no llevar armas, eran compatriotas, tan mexicanos como los torvos matarifes que se cebaron en ellos.

El guardián de nuestras instituciones
Se trató de una operación minuciosamente planeada, con todos los recursos de la ciencia militar. El viernes anterior se había celebrado allí mismo otro mitin de estudiantes, que no fue agredido y transcurrió pacíficamente. Esto confió al pueblo, que cayó en la trampa.
Todo estaba calculado al detalle: los agentes de las diversas policías mezclados entre la multitud, que al comenzar la matanza se colocaron un guante blanco en la mano izquierda, para identificarse entre sí; el cierre de todas las vías de escape por el ejército, que se apostó, con las armas listas, en los lugares estratégicos, por donde necesariamente tendrán que buscar la salvación las víctimas de la siniestra emboscada; los helicópteros que sobrevolaban la Plaza de las Tres Culturas y que, al comprobar que la gigantesca ratonera estaba a punto, soltaron primero unas bengalas verdes, y luego otras rojas.

Ésta era la señal esperada para cerrar las pinzas. De las ventanas y azoteas de algunos de los edificios que rodean la Plaza de las Tres Culturas hicieron varias descargas al aire y entonces la tropa atacó.

Si en balcones y azoteas se hallaban los que iniciaron la balacera, los soldados no dirigieron hacia allá sus armas: abrieron fuego sobre la multitud reunida frente al edificio Chihuahua.

Salido de la propia entraña del pueblo
La pacífica celebración del mitin del viernes anterior había provocado que pueblo y estudiantes confiaran en que ya no habría más represiones contra las reuniones de protesta por la no solución del problema estudiantil, y en la Plaza de las Tres Culturas se hallaban centenares de mujeres con niños pequeños, que iban a a protestar por la detención de sus hijos en las represiones anteriores.

Las primeras descargas de los soldados abrieron enormes claros en la multitud. Los cuerpos caían tronchados como espigas de trigo ante la hoz. Millares de personas emprendieron la fuga por diversos rumbos; pero todos los caminos estaban cerrados por las tropas, que abrían fuego contra la multitud, la hacían recular y correr en otras direcciones, para hallarse otra vez ante las bocas de fusiles y ametralladoras.

(La prensa, al día siguiente, dijo que los “francotiradores” que se hallaban en los edificios que rodean la Plaza de las Tres Culturas disparaban lo mismo contra los soldados que contra la gente reunida en el mitin. Falso. Solamente se hicieron de ventanas y azoteas disparos al aire, y sus autores —agentes policiacos— se ocultaron y no volvieron a aparecer. La lógica más elemental indica que si quienes hicieron fuego desde los edificios hubiesen sido estudiantes o partidarios de ellos, habrían disparado contra el enemigo, contra soldados y policías).

(También informó la prensa que el general José Hernández Toledo, quien dirigió el ataque del ejército, “recibió un balazo en el pecho”, cuando pedía a los asistentes al mitin que se dispersaran, y al caer herido, fue cuando la tropa abrió fuego. Se informó que el general Hernández Toledo “sufrió una herida penetrante de tórax”; pero El Universal publicó una foto de uno de sus redactores, tomada a medianoche, en la que éste conversa con el general, que presenta magnífico semblante, con el tórax vendado. Increíble ejemplo este de vitalidad y resistencia a las balas, que desdichadamente no compartieron los que cayeron a racimos en la Plaza de las Tres Culturas).

Quienes se hallaban en las cercanías de los edificios que integran Ciudad Tlatelolco, acurrucados entre los automóviles para evitar ser alcanzados por las balas, fueron testigos de la forma en que los soldados, ya con la multitud en fuga total, actuaron con un sadismo increíble. Uno de ellos relató:

“Rechazada por todos lados, la gente intentó ponerse a salvo en el interior de los edificios; pero eran centenares los que se apiñaban en cada puerta, derribándose y pisoteándote unos a otros. En una de las escaleras del edificio del ISSSTE la gente se arremolinaba; ya casi la mayoría alcanzaba el primer tramo, cuando llegaron dos soldados con rifles automáticos, y sin compasión abrieron fuego. Todos los que se hallaban entre el piso bajo y la primera curva de la escalera quedaron allí, arracimados. La sangre bañó la baqueta y luego escurrió hasta la calle. Los soldados siguieron disparando, hasta que nadie se movió”.

Ésa era al parecer la consigna que tenían los soldados: disparar contra todo lo que se moviera. Y en esta criminal tarea eran auxiliados por agentes de la Judicial, de la Procuraduría General de la República, de la Dirección Federal de seguridad, de todas las policías, que debidamente identificados con su guante blanco cubriéndoles la mano izquierda, iban y venían, armados con pistolas y metralletas, disparando a discreción.

La maniobra de mezclar previamente a esos agentes entre la multitud, antes de iniciarse el ataque de las tropas, entraba en el plan tan minuciosamente preparado. Al comenzar la matanza, una de las primeras víctimas fue una muchacha estudiante que poco antes había hablado en el mitin. A su lado se habían colocado varios agentes, que inmediatamente después de que fueron lanzadas las bengalas y el ejército inició el ataque, se colocaron sus guantes blancos en la mano izquierda y la abatieron a balazos. Igual sucedió con otros estudiantes a los que previamente se había marcado, y no tuvieron la menor oportunidad de salvarse. (Quienes urdieron estos crímenes a sangre fría deben haber comprendido que hay figuras que se agigantan en la cárcel. En cambio, un muerto es un muerto, y todos tienden a olvidarse de él. Los casos de Demetrio Vallejo y Rubén Jaramillo son bien elocuentes).

En el lado de los asaltantes, se dijo que murió un cabo y que “muchos” soldados resultaron heridos. Aquí destaca la falta de imaginación de quienes urdieron el ataque contra el pueblo. Porque si los “agitadores” disponían de armas largas y metralletas “de fabricación rusa y checoslovaca”, según la dijeron a la prensa que dijera, ¿cómo es posible que hubiera tan pocas bajas entre la tropa? Los soldados son de carne, también les entran las balas; ¿no sería más factible que ese muerto y los “muchos” heridos hayan sido víctima de sus propios compañeros, ya que en muchos casos se disparó contra la multitud hasta desde tres puntos opuestos?

En cuanto a las armas que dizque tenían los “agitadores”, vaya este dato: en la unidad Alemán, de Coyoacán, la policía localizó a dos guatemaltecos y un mexicano, que tenían un “arsenal” integrado por un rifle automático. Cerca de Coyoacán no ha habido disturbios, y la sagacidad policiaca llegó a tanto; en cambio, en Tlatelolco, rodeado desde hace días por granaderos, vigilado celosamente por agentes secretos, extrañamente introdujeron todo un equipo bélico ruso-checo sin que nadie se enterara.

¿Cuántas personas murieron?
Haciendo gala de su increíble desprecio al pueblo de México, la prensa diaria minimizó la matanza y tomó por buenas las declaraciones del señor Fernando M. Garza, director de prensa y relaciones públicas de la Presidencia de la República, quien afirmó en conferencia con los corresponsales extranjeros y los diaristas locales, a la una de la mañana del jueves 3, que había habido en total “cerca de 20 muertos, 75 heridos y 400 detenidos”, y que el ataque del ejército “acabó con el foco de agitación que ha creado el problema”.

Sólo en la Plaza de las Tres Culturas deben haber quedado tirados más de cien cadáveres. Aparte, otros muchos quedaron grotescamente encimados en las escaleras de casi todos los edificios que rodean el lugar donde se celebraba el mitin. También en las azoteas de esos edificios hubo muertos, pues en un esfuerzo porque nadie escapara con vida, la estrategia militar previó la utilización de los helicópteros, cuyos tripulantes, luego de barrer las azoteas, dirigieron algunas ráfagas de ametralladora contra la gente que huía de la Plaza de las Tres Culturas.

A las nueve de la noche, tanto el hospital de la Cruz Roja como el Rubén Leñero, de la Verde, fueron rodeados por cordones de policías. A esa misma hora, la jefatura de estado mayor de la Secretaría de la Defensa ordenó a la Cruz Roja suspender el servicio de emergencia. Camiones y ambulancias del ejército se encargaron entonces de recoger los cadáveres regados en la Plaza de las Tres Culturas. ¿A dónde los llevaron? No se informó de que las unidades del ejército hubieran entregado cadáveres en la tercera delegación, dentro de cuya jurisdicción tuvo lugar la matanza. ¿Irían esos cuerpos a parar en alguna fosa común? ¿En algún crematorio? La verdad sobre el número de víctimas tal vez nunca llegue a saberse. A la hora de salir a la luz pública esta edición de Por qué?, seguramente muchos lectores habrán notado la “desaparición” de algún amigo o familiar. Y en centenares de hogares capitalinos seguirán aguardando, con angustia, al hermano, al hijo, al padre o a la madre o a la hermana desaparecidos, manteniendo la débil esperanza de que se hallen en alguna cárcel o en el inmenso presidio en que ha sido convertido el Campo Militar número Uno, y no en una oscura fosa ignorada, o convertido en cenizas.

Esa angustia ante los seres queridos “desaparecidos”, ya podía palparse a la hora de escribir este reportaje: millares de capitalinos recorrían las delegaciones, hospitales, los anfiteatros de las delegaciones, en lamentable y trágico peregrinar sólo alentado por la llama de la esperanza ya a punto de extinguirse.

La explicación que se dio por haber dictado la medida de suspender el servicio de emergencia de la Cruz Roja y acordonar los hospitales fue “que se trataba de evitar la presencia de intrusos en las salas de emergencia, y poder interrogar a los heridos”. Increíble diligencia ésta para interrogar a quienes, habiendo sufrido heridas causadas por armas de grueso calibre, seguramente, si se salvan, no podrán hablar en muchos días. Parece más razonable la suposición de que lo que se hizo fue desaparecer cadáveres, con el fin de presentar a la opinión pública un número “decoroso”, que contenga la indignación que embarga a todo el pueblo por este acto de tanta vileza, al que ningún mexicano bien nacido puede hallar explicación.

Porque si como dijo el director de prensa y relaciones públicas de la Presidencia de la República, Fernando M. Garza, con esta operación tan bien planeada “se acabó con el foco de agitación que ha causado el problema”, ¿qué razón, qué explicación puede haber para que los soldados dispararan contra la multitud reunida en la Plaza de las Tres Culturas?

Se dijo que todos los integrantes del Consejo Nacional de Huelga fueron detenidos. Éstos se hallaban en le tercer piso del edificio Chihuahua, y bastaba con que los numerosos agentes vestidos de civil que estaban mezclados entre la multitud se hubieran colocado en las puertas de acceso, con sus armas en la mano, durante el breve lapso de tiempo en que las tropas hubieran llegado desde sus posiciones hasta ese lugar. Nadie hubiera podido escapar. Pero no; se trataba tal vez de “hacer un escarmiento”, no sólo con los estudiantes, sino también con las madres de familia, que se estaban tornando sumamente beligerantes, y el día anterior habían gritado horrores contra el PRI y el gobierno en la Cámara de Diputados, a la hora en que el “jefe del control” ordenó que se suspendiera la sesión, ante los gritos de las mujeres que les pedían tratar en la tribuna el problema estudiantil y los excesos oficiales.

TLATELOLCO: HORRENDA MATANZA URDIDA POR MENTES ENFERMAS (parte 2)

Como si estuviéramos en guerra

Más de 300 tanques, carros de asalto, jeeps y transportes militares, y diez mil soldados, participaron en la “Operación Tlatelolco”, que seguramente depara entorchados para quienes urdieron con tanta precisión militar el ataque contra el pueblo. Había menos de cinco mil personas reunidas en la Plaza de las Tres Culturas, así que los soldados, unidos a los numerosos agentes vestidos de civil y a los centenares de granaderos que también tomaron parte activa, estaban en proporción de tres contra uno; y si tomamos en cuenta que cerca de la mitad de los asistentes al mitin eran mujeres y niños, caeremos en la cuenta de que la reunión pudo disolverse, aprehendiendo a todos los presentes, con el simple empleo de la fuerza física.

Seguramente algunos estudiantes iban armados, aunque ya hemos señalado que los disparos salidos de los edificios no fueron dirigidos contra la tropa, sino al aire. Pero incluso armados con pistolas —rodeado todo el sector desde días antes por losa granaderos y vigilados los edificios por agentes de civil, ¿quién hubiera podido llegar ahí con un rifle o una metralleta?—, resulta improbable que los estudiantes las hubieran utilizado: todos sabemos el miedo que el ejército inspira al pueblo; en cuanto aparecen los uniformes verde olivo, a todo mundo le entran ganas de correr.

Ello no fue obstáculo para que la prensa “informara”, al día siguiente, que “hasta una ametralladora de grueso calibre, de tripié, fue utilizada por los ‘agitadores’ contra las tropas”. ¿Cuántos soldados habrían muerto, si una ametralladora de grueso calibre hubiera sido dirigida contra los que avanzaban en formación cerrada? También se publicó la fotografía de un hombre que, “portando un hacha descomunal”, que en la gráfica más parecía un utensilio de cocina, “intentó agredir a las tropas”. Gesto desesperado éste, seguramente, de un ciudadano que, como otros muchos que intentaron lanzarse contra los soldados a mano limpia, hervían de indignación al presenciar la inhumana matanza.

Contra el edificio Chihuahua se hicieron pruebas del armamento del ejército. Las ametralladoras instaladas en las torretas de los tanques y vehículos blindados vomitaban fuego indiscriminadamente. Claro que ese edificio está ocupado por pacíficos vecinos, que nada tenían que ver con el mitin; y para matar a un presunto francotirador, se asesinó a mansalva a todos los que se pusieron al alcance de los proyectiles del “guardián de nuestras instituciones”.

Ah: el bizarro general José Hernández Toledo, en cuyo futuro seguramente hay entorchados y galardones, declaró muy orondo: “No empleamos las armas de alto poder”. Y es verdad: los cañones de los tanques no fueron utilizados, aunque sí hay huellas de bazucazos en el edificio Chihuahua. Tampoco intervino la Fuerza Aérea, aunque tal vez cuatro o cinco bombas lanzadas por los aviones sobre la Plaza de las Tres Culturas hubieran realizado una labor más rápida y eficaz que la de los soldados.

Una auténtica “labor de limpia”

Terminada la matanza, llegó la hora de la “labor de limpia”, ejecutada al pie de la letra por los soldados, que literalmente asaltaron todos los edificios que rodean la Plaza de las Tres Culturas. Iban en busca de “agitadores”, claro; pero arramblaron con todo lo de valor que hallaron en los departamentos; en algunos casos, lo que no pudieron llevarse lo destruyeron. En camiones militares se transportó a los detenidos; pero seguramente algunos de ellos fueron utilizados para conducir el botín. A estas horas, en muchos hogares de “humildes juanes” deben estar mirando televisión, comiendo con cubiertos de plata y utilizando mantelería fina. Los que no participaron en la “Operación Tlatelolco”, seguramente esperan que el alto mando del ejército disponga otra nueva matanza de ciudadanos, para sacar la tripa de mal año.

Los heroicos generales Crisóforo Masón Pineda y Raúl Mendiolea Cerecero, que quedaron al frente de las fuerzas de ataque una vez que el general José Hernández Toledo recibió esa “grave herida” en el pecho, “penetrante de tórax” que no obstante la permitía charlar tranquilamente tres horas después, tomaron todas las precauciones posibles con los peligrosos miembros del Comité Nacional de Huelga capturados en la gloriosa operación.

Por principio de cuentas, los desnudaron totalmente, y luego los esposaron: enseguida continuó la “labor de limpieza”, que consistió en tirar a culatazos las puertas de todos los departamentos, detener a sus moradores y permitir que los soldados cargaran con todo lo que les llenara el ojo.

Con las manos en alto, centenares de detenidos fueron alineados junto al muro sur de la iglesia de Santiago Tlatelolco, con las manos en la nuca. Si en los encuentros con los estudiantes en que participó anteriormente la tropa, los soldados respetaron a los muchachos capturados, y fueron los granaderos quienes se ensañaron golpeando a los que ya estaban más que rendidos, ahora no ocurrió así: los soldados culatearon a placer a mujeres, hombres y muchachos, y los agentes policiacos los ayudaron repartiendo pistoletazos.

Casi nadie escapó indemne, y hasta algunos periodistas recibieron culatazos, y uno de ellos un bayonetazo. También los fotógrafos recibieron lo suyo, y a varios de ellos les hicieron pedazos sus cámaras. Era el ejército, “salido de la misma entraña del pueblo”, en el apogeo de su gloria, omnipotente, haciendo todo el daño que podían en seres inermes, ninguno de los cuales intentó siquiera defrenderse, pues ello hubiera determinado su muerte inmediata.

La escritora y periodista italiana Oriana Fallaci, de la revista L’Europe, fue herida de dos balazos en el tercer piso del edificio Chihuahua. Clamaba desesperada: “Una ambulancia, por favor una ambulancia; como compañeros, una ambulancia”; pero continuó desangrándose durante cerca de una hora, pues el estado mayor de la Secretaría de la defensa, ya para esa hora, había ordenado la suspensión del servicio de emergencia de la Cruz Roja. Y encima de lesionada, en un acto que abochorna a todo mexicano bien nacido, y que de seguro traerá repercusiones negativas para nuestro país en el extranjero, la periodista italiana fue despojada de su bolso de mano. Ésta será la hora en que algún “juan” estará preguntándose qué valor tienen las liras, si es que la colega no alcanzó a hacer el cambio de su moneda.

El heroico batallón “Olimpia”

Como indicamos al principio, toda la maniobra fue minuciosamente planeada por mentes perversas, por cerebros malvados. El batallón Olimpia, integrado por elementos selectos de las Guardias Presidenciales, tuvo a su cargo la tarea de asaltar los comercios de la zona de Ciudad Tlatelolco, seguramente para atribuir los actos vandálicos a los “agitadores extremistas”. Los miembros del batallón Olimpia cargaron con lo que les pareció, y destruyeron lo demás. ¿Con qué fines siniestros se afectó así el patrimonio de modestos comerciantes, que nada tienen qué ver ni con los estudiantes ni con el gobierno? Explicable que robaran lo que les gustó; pero, ¿para que destruir el resto? Éstas son preguntas que sólo podrían contestar quienes urdieron la “Operación Tlatelolco”.

Todavía en la madrugada los millares de detenidos estaban siendo embarcados en los transportes militares. Unos periódicos hablaron de “mil detenidos”, y otros aún redujeron este número; pero si había en la Plaza de las Tres Culturas cerca de cinco mil personas a la hora de iniciarse el asalto del glorioso ejército nacional, y murieron quizá 200, y 500 resultaron heridos, los detenidos suman muchos miles, pues a los asistentes al mitin hay que agregar a los residentes de los edificios que rodean la plaza, muchos de ellos sacados de sus domicilios en paños menores y arreados, por familia completa, hacia los transportes militares. Probablemente no pasaron de cien los que alcanzaron a escapar del teatro de la agresión ilesos, y ello por verdadero milagro, pues a la hora en que se encendieron las bengalas verdes (“disparen al aire”) y luego las rojas (“ataquen, heroicos valientes soldados”), absolutamente todas las salidas de Ciudad Tlatelolco estaban cubiertas por las tropas.

La explicación del “mariscal”

“El responsable soy yo”, dijo el “mariscal” Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa Nacional, a los periodistas citados urgentemente en su despacho. Luego agregó, tal vez para dar el toque de humor a la matanza: “la libertad seguirá imperando”.

También el “mariscal” García Barragán hizo una exhortación a los padres de familia, “para que controlen a sus hijos estudiantes, y no permitan que sean utilizados por los agitadores”. Lo que no explicó es por qué, si en verdad cree que los muchachos son “víctimas de agitadores”, no lanzó a las tropas contra esos malandrines agitadores, en lugar de ordenarles asesinar no solamente a los estudiantes, sino a madres indefensas y a niños (una circunstancia desdichada hizo que un gran porcentaje de las madres que acudieron al tráfico mitin de Ciudad Tlatelolco fueran mujeres embarazadas; imposibilitadas para correr, fueron el blanco más fácil para los soldados. Y encima, llevaban consigo a otros niños pequeños, que al verse solos se convirtieron en bandadas histéricas y sollozantes).

García Barragán, que se atribuyó toda la responsabilidad, dijo que envió al ejército, “porque se lo solicitó la policía”. Increíble versión ésta, pues resulta inconcebible que el secretario de la Defensa Nacional ignore, que, en tiempos de paz aunque él y sus soldados crean que estamos en guerra, del ejército sólo puede disponer el presidente de la República, y no cualquier polizonte.

Pero el pueblo ya ha sacado sus propias conclusiones: él sabe quién es culpable de esta horrenda y estúpida matanza, sin duda la mayor ocurrida en la ciudad de México en tiempos de paz. El gobierno ha dado un paso irreversible, y ahora, seguramente, ya no podrá hallarse una fórmula que liquide totalmente el conflicto estudiantil, fútil y banal al principio, y que fue creciendo debido a la ineptitud o la soberbia de quienes pudieron resolverlo a tiempo, hasta llegar a convertirse en tormento y preocupación de millones de mexicanos, y que incluso repercutirá negativamente en el extranjero.

(Muchos periodistas extranjeros, que vinieron a México con motivo de los Juegos Olímpicos, se hallaban en la Plaza de las Tres Culturas a la hora en que los soldados atacaron. Aparte de las heridas sufridas por la escritora Oriana Fallaci, a la hora de escribir estas notas seguían “perdidos” dos periodistas alemanes y dos japoneses).

Que la historia los juzgue

Y ya que hablamos de periodistas, resulta increíble la venalidad, la corrupción inmunda en que vive la llamada “gran prensa”. Bien que los diarios oculten los robos al erario, la camada de millonarios que produce cada sexenio, los atracos de los caciques y la falsificación democrática en que vive México; pero a la hora en que ocurre una agresión tan cobarde como la de Ciudad Tlatelolco, que enlutó a tantos hogares, informar con verdad, e intentar siquiera una tibia defensa de las víctimas, si es que los compromisos económicos no permiten más, resulta deber insoslayable.

Hace mucho tiempo que la prensa, en México, desertó al cumplimiento de su misión; pero en un caso como éste, se imponía abandonar la postura de rodillas y ponerse del lado de los injusta y cobardemente ametrallados.

Indignaba leer el jueves 3 los grandes diarios capitalinos: deformación y mentiras en su “información”, al grado de que los redactores del diario encadenado más servil y abyecto casi intentaron un motín, que quedó conjurado cuando recordaron que su órgano más sensible es el estómago.

¿Y las páginas editoriales, los comentarios de fondo? Frente al drama de millares de hogares capitalinos donde se lamenta la ausencia de los seres queridos muertos o desaparecidos, los sesudos comentaristas hablaban del dólar, de la última encíclica del papa, de las elecciones en los Estados Unidos, de Vietnam, del nombramiento de nuevos jueces, de los poetas clásicos y mil estupideces.

A los responsables de la matanza de Ciudad Tlatelolco los juzgará la Historia; de su juicio no escaparán quienes han hecho de la soberbia y la fuerza normas de gobierno; pero la prensa mercenaria, que a cambio de prebendas económicas ha vuelto la espalda al pueblo, tampoco escapará al juicio histórico. Y no nos referimos a caballerangos convertidos en periodistas encadenados, que ésos ya están juzgados y condenados desde ahora, sino a los que se llaman capitanes de la prensa, los que creen lucir títulos de profesionales de la pluma y están manchándose con el estigma de esta conspiración de silencio en torno a un crimen de lesa patria.

Lo dijo el maestro de periodistas:

“No es periodista el que trabaja en un periódico o es propietario de él. Periodista es el que busca la verdad y la publica, aun a costa de su honor, de su fortuna o de su vida”.

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Por qué?, con este reportaje objetivo sobre lo ocurrido el miércoles 2 de octubre de 1968 en Ciudad Tlatelolco, cree cumplir, en la medida de su modestia, con una labor que debía ser de todos los que en México se llaman periodistas.

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