Desde una visión histórica y crítica, la aspiración de ejercicio de los derechos humanos a través de una estructura jurídica paralela a nuestro Estado de derecho e instituciones ha tenido una parte positiva transitoria y otra que nos niega, si fuera un fin. Así fueron creadas la comisión nacional, las comisiones estatales, la del Senado, que funcionan mediante denuncias y recomendaciones ante posibles violaciones a las garantías individuales, contenidas en nuestra Constitución.
A raíz del nombramiento de los nuevos ombudsman del Distrito Federal y de la comisión nacional, llama la atención que se dé como un hecho su existencia, sin haber reflexionado si en los hechos este paralelismo es un reconocimiento tácito y cínico de que nuestro sistema judicial es por naturaleza fallido, injusto, y que el abuso del poder es intrínseco al poder emanado de la voluntad popular a través del voto. Es la aceptación de que lo que nos gobierna por definición nos oprime y nunca tendremos un gobierno del pueblo para el pueblo, y que éste jamás mandará obedeciendo.
Suecia dio inicio a este concepto; luego lo adoptó la socialdemocracia europea, no como parte del sistema judicial de los países creadores, sino para vigilar el abuso del poder en las naciones subdesarrolladas.
En ese momento, los países de economías centrales adoptaron la tutela de los derechos humanos no en el suyo, sino en otros, a manera de velar por un orden mundial en naciones donde su Estado fallido, su pobreza, sus oligarquías insaciables hacen imposible que se cumpliera, a su ver y entender, el estado de derecho establecido en las constituciones aborígenes. Ha sido, sin duda, complemento de la visión moderna colonial e imperial, hoy concebida como globalización.
En Estados Unidos, este concepto fue adoptado durante la presidencia de James Carter, luego de los excesos contrainsurgentes y golpistas de Ronald Reagan que auspiciaron dictaduras militares, torturas, violaciones, desapariciones en América Latina.
Bajo esta doctrina de observancia se dio la contrarrevolución en Nicaragua y se firmaron los acuerdos de paz en El Salvador y Guatemala, llevando la paz, pero también la injusticia crónica que habría que vigilar desde la moral del primer mundo.
En México, que tuvo una revolución que dio lugar a una Constitución que refleja el anhelo por la búsqueda de un estado de derecho, con larga tradición en el derecho de amparo, las reformas y las leyes, no se sabe todavía si la creación de estas estructuras paralelas es parte de una transición hasta el cumplimiento de la legalidad o es un fin en sí mismo, que reconoce la imposibilidad de justicia, dada la violación crónica, el abuso endémico del poder contra los ciudadanos. La estructura jurídica de un organismo vigilante y recomendante en el fondo también es una transgresión a la soberanía del Estado mexicano, la función de sus instituciones y la separación de poderes.
En el fondo debe ser un cuestionamiento a que los jueces no impartan justicia y que el Ministerio Público actúe por consigna. La falta de independencia de los órganos procuradores de justicia de los poderes ejecutivos ha hecho de la ausencia de justicia una función crónica. ¿Por qué en Estados Unidos, Canadá, Francia, Inglaterra o España no vemos la actuación de ninguna institución de derechos humanos? ¿Por qué sus juicios sólo son apelables dentro de su mismo sistema legal y aquí no? ¿Esto es una situación pasajera o una manera de tutelar por siempre el cumplimiento de la ley, que debería ser por nosotros mismos? Viniendo del imperio, lo adoptaron los oprimidos contra los excesos de los oligarcas locales y ahora no es medio, sino fin. Es la prueba de nuestro fallido estado de derecho.
Un ejemplo de Estado torcido: las afirmaciones del alcalde Mauricio Fernández de la Garza no son un propósito, sino que buscan legitimar lo que ya se ha hecho con parte de los 16 mil ejecutados. Es justificar la espiral de ilegalidad, para combatir el terror con terror, es el reconocimiento del fracaso de una guerra en la búsqueda de una salida autoritaria a la crisis general de perspectiva que vive el país. Las declaraciones del alcalde no son solución: son síntoma de una profunda descomposición de la legalidad y la desesperación.
Si la guerra sucia de los 70 tuvo profundas secuelas, el paramilitarismo de hoy y la ilegalidad manifiesta desde el gobierno, con su respectiva tolerancia y encubrimiento de la ilegalidad que proclama como derecho el autoritarismo, nos hace una nación débil con un estado de derecho tutelado.
La alternativa: luchar a fondo por un estado de derecho que cumpla la ley y haga justicia; que se respeten las garantías individuales constitucionales; que el Ministerio Público sea independiente y que la impartición de justicia no sea instrumento de abuso de poder. Un proyecto nacional que vele por los derechos fundamentales de los ciudadanos por igual y donde el Estado y los gobiernos sean los garantes del cumplimiento general.
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