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Thursday, March 12, 2009

Drogas en E.U: al cliente lo que pida
Por Carlo Ferreira / fuente: La Cronica


De plano me asusté. Mientras caminaba por las calles repletas de antros de todo tipo, con turistas encalzonados, chamaquitas apenas salidas de la infancia que se ofrecen como prostitutas y viejos perversos que las magullan como fruta en el mercado, los vendedores de mariguana me rodeaban con sus ofertas: por precio, por calidad o por procedencia.


Mi susto era explicable. Como empleado de la agencia cubana de noticias había logrado un permiso especial para cubrir el enjuiciamiento de cuatro jóvenes pescadores atrapados supuestamente en aguas gringas con una miserable lanchita dotada, por todo equipo, de una radio manual de baterías para comunicarse con la nave nodriza y una red circundada de corchos, parecida a las mariposas de los pescadores de Pátzcuaro.

Mi comportamiento debía ser intachable. Cerca de nosotros, chavas y narcomenudistas, estaban estacionadas tres o cuatro patrullas de la policía local, cuyos uniformados ¡increíble! tal cual si estuvieran filmando una película de acción para la TV, bebían monstruosos vasos de plástico con café aguado y tragaban trozos de roscas azucaradas y perros calientes.

La insistencia de los narquitos me hacía temer una provocación, hasta el momento en que empecé a observar que se trataba de un comercio abierto, sin intervención de ningún tipo por parte de los uniformados, aparentemente dedicados a impedir riñas o desórdenes de cualquier tipo.

Hablo de 1970. El sitio, Cayo Hueso conocido en inglés como Key West, donde además conocí a un joven mexicano, ex combatiente en Vietnam y por esas fechas dedicado a vagar y a drogarse como loco. Me platicó su sueño americano: después de la guerra ingresar por cuenta del Ejército a una buena Universidad y, el primero en su familia michoacana, titularse, ser profesionista.

El sueño se perdió cuando llegó al infierno vietnamita, donde no había una guerra regular, sino una serie de armas en las que la tupida selva tenía mucho que ver. Decía el paisano que para lograr que los boys hicieran las patrullas, era necesario drogarlos. No había ninguna otra posibilidad porque estaban entrenados para reaccionar en determinadas formas, pero siempre ante ataques con armas militares. Y no era el caso.

Los soldados estadunidenses, amaestrados como boxeadores técnicos, chocaban con peleadores callejeros. En cada sendero, en cada árbol podría estar el enemigo que no necesariamente sería humano. Las abejas asesinas, capaces de traspasar con su aguijón las telas más gruesas, enloqueciendo con su veneno a su víctima; las trampas en un suelo aparentemente macizo que se abría con el peso de 10, 15 soldados, que quedaban estacados en el fondo del pozo. Las botas, con kevlar entre suela y plantilla, nunca fueron suficientes para impedir que los afilados leños destrozaran piernas y torsos.
Pero él resolvió fácilmente. Se convirtió en el enfermero favorito del médico jefe del campamento. El doctorcito era maricón y la condición era clara, aunque preferible a morir como murieron muchos de sus compañeros. Además recibía toda la droga que le cupiera, trato reservado a los mandos. La mayoría de sus compañeros regresaron drogadictos perdidos.

Como parte de una comitiva oficial mexicana a mediados de la década de los 90 visité Washington. Hicimos, al estilo de ellos, el clásico besamanos con el presidente Ronald Reagan, quien por cierto nos recibió, se tomó una foto con cada visitante, misma que recibimos después con la misma inscripción y la misma firma, pero no nos dejó entrar a la Oficina Oval.

Entre saludos extras con otros personajes de la Casa Blanca, los comitivos decidieron hacer un recorrido por las históricas instalaciones. Yo salí a la avenida Pensylvania para encontrarme con amigos corresponsales en la capital imperial. Los mencionados, obvio, permanecían adentro cubriendo las incidencias de la visita de los legisladores mexicanos, así que esperé pacientemente junto a la verja de la residencia presidencial.
Sin la paranoia actual, existía una fuerte pero discreta vigilancia con patrullas de la policía local, autos sin identificación y hasta por allí perdido uno que otro vehículo militar.

A pesar de lo anterior, jóvenes disfrazados de rastafaris con grandes boinas tejidas en colores vivos y trencitas colgando, se acercaban con su mercancía, abrían las manazas y mostraban pastillas, yerba y polvo. Todo, a la vista pública y con la indiferencia de los numerosísimos agentes de la ley. Me pareció raro, pero mis amigos corresponsales me confirmaron que ese era un sistema comercial al que recurrían muchos drogadictos desde distintas partes de Washington y aun desde el vecino estado de Virginia.

En Los Ángeles, visitaba un club de tiro con pistola donde no es necesario ser poseedor de un arma. Ellos la proporcionan por un bajísimo alquiler. Las numerosas vitrinas del establecimiento muestran pistolas y revólveres de colección, unas, y de tecnología avanzadísima, otras.

Entre las primeras estaba una Remington que vi por primera vez durante la guerra Honduras-El Salvador en las manos de un alto jefe castrense. Parece un revólver pero en la función es una pistola semiautomática, con cargador de ocho tiros bajo el cañón, adelante del gatillo, y por cacha una especie de trompo de madera artesanal. Allí está el chiste. Tal trompo se atornilla a una funda de madera que se porta en la cintura y parece culata de rifle. Y sí, se convierte en un pequeño rifle.

Pregunté el precio, no alto. Pero ¿y cómo hago para llevarla a México? Hay dos formas: desarmarla y llevarla en dos o tres viajes, o sencillamente dejarles la tarea a ellos que la encargarían a un “mayorista” (eufemismo para contrabandista profesional), quien mediante discreto plus la entregaría directamente en mi casa. No la compré, palabrita. La oferta consideraba el uso del mayorista para compras mayores o para armas de calibre grueso.

Por esas mismas fechas me invitaron en México a un desayuno con el embajador de Estados Unidos, Jeffrey Davidov, un hombre carstensiano, enorme pero agradable y con un manejo impecable del español, lo que facilitó el intercambio de opiniones.
Para ser original, el diplomático mencionó la idiosincrática corrupción mexicana; recordé el caso del rancho El Búfalo cuando salían diariamente a la frontera con Estados Unidos decenas de camiones con remolques cargados con 30 o más toneladas de mariguana, pasaban por aduanas estadunidenses y las patrullas mexicanas (Federal de Caminos) eran sustituidas por otras, pero gringas.

Algo respondió y reconocí que los mexicanos somos feicitos, chaparritos, prietitos y corruptitos, lo que no me explicaba era qué pasaba con los güerotes, grandotes, guapotes y corruptotes. Luego de platicar los casos mencionados, le recordé que nunca se supo de algún jefazo de la droga detenido en Estados Unidos. Salvo en las películas y el criminal, claro, colombiano o cubano. Y bueno, lo admitió.

Ha pasado mucha agua bajo el puente.

La situación es claramente peor para Estados Unidos, donde los viciosos alcanzan niveles de tragedia; y peor para México, que a las narcoejecuciones suma un crecimiento casi aritmético del consumo de drogas convertidas en símbolo de estatus social.

Y ahora vienen del norte a decirnos cómo acabar con el comercio ilegal, pero no dicen cómo combatirán el consumo libertino en su propio país ni cómo imposibilitarán el cínico mercado de armas cuyos principales clientes son los narcos.

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