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Monday, May 05, 2008

Andres Manuel y su fiel consejero Bejarano, estaran muy felices de la obra que acaban de terminar, en su loca venganza: destruir al PRD!


Murió a los 19 por contagio tricolor

Por Ricardo Aleman, notas de El Universal

Al PRD lo mató el PRI de Salinas, hoy con López Obrador

Superaron a operadores del fraude del 88: Bartlett, Camacho, Ebrard, Núñez


S i la muerte del Partido de la Revolución Democrática fuera noticia de la sección policiaca, seguramente alguno de los diarios nacionales la habría cabeceado como titulamos el Itinerario Político de hoy, 5 de mayo, fecha en la que los amarillos apenas rebasan la mayoría de edad, pero también en la que de manera oficial se decreta su muerte.

Y como si se tratara de una fatalidad, en el aniversario 19 del PRD —y fecha en la que se expedirá su certificado de defunción— reaparece el fantasma de quien fuera el autor intelectual del primer intento de asesinar a los amarillos, el ex presidente Carlos Salinas, en medio de confrontación mediática con su peor enemigo, Andrés Manuel López Obrador, quien al final de cuentas resultó ser el autor material de la muerte del PRD. Salinas y AMLO, responsables de esa muerte temprana.

La resultante final, conclusión de un largo día de duelo, confirma que al PRD lo mató el PRI; el de Salinas, que si bien entre 88-94 no logró más que la muerte de 600 perredistas —como si una sola de esas muertes fuera poca cosa—, hoy tiene como dueño del zurrón del partido amarillo a la mejor hechura del salinismo, al “movimiento soy yo”. Pero no sólo eso, el salinismo también metió como gobernante del DF a Marcelo Ebrard, el niño pródigo del salinismo y, como conciencia crítica de la izquierda —¡ver para creer!—, nada menos que a Manuel Camacho, el entenado de la familia, al que en su momento le prometieron todo, pero al que no le dieron nada.

Pero al PRD también lo mató el PRI de Ernesto Zedillo, el mismo que de manera ilegal le dio al “movimiento soy yo” el pasaporte para ser candidato a jefe de Gobierno del DF; el mismo que nutrió a los amarillos de algunos de sus más brillantes cuadros, como Leonel Cota y Ricardo Monreal… entre muchos otros. Zedillo también fue el responsable de preparar y operar el golpe al PRI en julio del año 2000, para hacer posible lo que a Carlos Salinas le dio miedo: abrir la política, la democracia, no sólo la economía.

¿Quién lo hubiera dicho hace 19 años?

El mayor esfuerzo unificador de la izquierda mexicana, esa que por décadas fue perseguida, cuyos militantes fueron desaparecidos, torturados, masacrados, fue muerto no sólo por la persecución del salinismo entre 88-94; no sólo por la colonización de los infiltrados de Salinas y Zedillo, sino porque los amarillos secuestrados por la perversidad tricolor terminaron como víctimas del síndrome de Estocolmo: enamorados del culto a la personalidad, el clientelismo, la cultura autoritaria, antidemocrática, vertical y corrupta del viejo PRI.

Ese virus atacó a todos en el PRD; hombres provenientes del PCM, del PST, del MAP, del PRT y los que salidos del PRI se decían demócratas, de oropel, claro. El PRD se contagió del virus tricolor cuando tenía por ahí de 10 años de edad, en 1999 —cuando gracias a la concertacesión entre “el movimiento soy yo” y Zedillo, se inoculó una dosis letal del virus tricolor a los amarillos—; dosis para la que los anticuerpos fueron insuficientes y todo el organismo terminó por sucumbir a la invasión del virus en marzo de 2008, cuando ese organismo no resistió una elemental elección interna, con apenas pinceladas de democracia.

El PRD y su caudillo —lo dice Carlos Salinas con un cinismo que debía hacer reflexionar a algunos de los intelectuales orgánicos de “el movimiento soy yo”— reprodujeron lo peor del PRI antidemocrático, e incluso superaron a los operadores del fraude de 1988; Manuel Bartlett, Manuel Camacho, Marcelo Ebrard, Arturo Núñez… ¿Y dónde están ahora todos los operadores de aquel gran fraude, Bartlett, Camacho, Ebrard, Núñez…? Hoy son parte de la corte de AMLO. ¿A poco no es cierto que el “movimiento soy yo” es la mejor hechura de Carlos Salinas? ¿A poco no es cierto que aquello que no pudo Carlos Salinas en su gobierno —destruir al PRD, a la mayor y más importante formación de la izquierda mexicana—, lo consiguió el “movimiento soy yo” en una década, en la más reciente?

¿Quién se hubiera imaginado, hace 19 años, que ese puñado de demócratas y aprendices de brujos que querían jugar a la democracia, iban a ser tragados por lo más cuestionable del PRI? Con los años encima, los intelectuales orgánicos de “el movimiento soy yo” hacen y dicen hoy todo aquello que cuestionaban con un par de décadas de edad menos. Para esa corte de “el movimiento soy yo”, los nuevos próceres de la democracia y la defensa del petróleo son, por ejemplo, Manuel Bartlett, Manuel Camacho, Marcelo Ebrard, Leonel Cota, Ricardo Monreal…

Y como van las cosas, lo que queda de los amarillos podría rendir pronto un homenaje a Carlos Salinas y declararlo militante distinguido. Salinas y el “movimiento soy yo” serían los nuevos héroes amarillos, los responsables de destruir la más importante formación partidista de izquierda que haya existido en México.

Y en esa misma lógica, el “movimiento soy yo” y sus leales como Alejandro Encinas y Gerardo Fernández Noroña, los intelectuales orgánicos, ejemplos de honestidad y congruencia como Martí Batres, Alejandra Barrales y René Bejarano y la infaltable Dolores Padierna —claro, entre muchos otros— hasta podrían proponer que fuera quemado en leña verde ese “traidor al movimiento” que es Cuauhtémoc Cárdenas. Y ya encarrerados, el responsable de ordenar el inicio del fuego a la pira podría ser el señor Carlos Salinas, el nuevo prócer de los amarillos. Y, sí, parece broma, pero es lo único que les falta. El PRD ha muerto, pero los demócratas somos más que esos restos. Al tiempo.

En el camino

Por cierto, muy pronto podría empezar la guerra entre el gobierno de Oaxaca y el federal de Felipe Calderón. Pelea de pronóstico reservado.

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El tequila que desafió a la historia

POr Victor M. Toledo, notas de La Jornada

Jalisco ha sido y sigue siendo una región de charros, con todo lo que ello simboliza de conciencia hípica, sueño de caballerías, afirmación de la virilidad, herencia hispana y sonar de espuelas. Detrás de cada charro hay por lo general una dama sumisa, un pasado elitista, una imaginación ligada a la pistola, la hacienda y el ganado, una memoria de terrateniente y una familia católica. No debe olvidarse que el charro proviene de una evolución que se origina en la conquista, donde el caballo opera como emblema de superioridad militar, sigue en el virreinato, donde a los indígenas les estaba prohibido montar o poseer caballos, se torna “cuerpo de rurales” en el siglo XIX y fuerza de apoyo al emperador Maximiliano, hasta consolidarse durante el porfirismo en la figura de los hacendados.

Con ello se logra una separación neta entre “los de a caballo” y “los de a pie”. Todavía hoy las manifestaciones rurales expresan esa distinción. Los campesinos, indígenas, jornaleros. pescadores y arrieros, como antes los peones, marchan a pie; en cambio las elites sociales y políticas realizan cabalgatas (revitalizadas por Fox y los gobernadores del norte). Por ello todo corazón de charro encierra siempre un anhelo por distinguirse de la plebe, poseer una hacienda (y hoy en día una empresa, una fábrica o al menos una franquicia) y domeñar a una mujer (o varias) y a un caballo. La excepción histórica es, por supuesto, Emiliano Zapata (que de campesino se convierte en jinete y conquista un instrumento de los conquistadores) y quizás Jorge Negrete (por su fervor sindicalista).

Por lo anterior, la ideología política del charro es generalmente conservadora e incluso reaccionaria, y su mayor éxito ha sido colocar internacionalmente la imagen del charro como icono de la mexicanidad. A escala personal, el charro siempre intenta imponer sus creencias por sobre todas las otras, cantadas más que pronunciadas a través del mariachi, y teniendo como marco una audiencia pletórica de comparar hombrías y caudillos. No hay charros democráticos ni jinetes tolerantes, pues se pone en riesgo el control del caballo, de la mujer y de la hacienda.

Lanzar una mentada de madre por medio del micrófono, la cual se vio de inmediato diseminada y amplificada por una batería de bocinas, en un auditorio rebosante de charros y con la obligada anuencia del señor cardenal, debió de haber sido una experiencia inolvidable, sobre todo porque iba dirigida a los disidentes y críticos. Pero especialmente porque configuró un acto de catarsis individual y colectiva, actual y del pasado, de un sector de la sociedad mexicana que a pesar de todo sigue existiendo.

El charro encierra una conciencia oculta de desplazado histórico, donde la hacienda (la posesión de riqueza) fue confiscada primero por las Leyes de Reforma impulsadas por Juárez y después por el vendaval de la insurgencia campesina y la reforma agraria. Ambas reformas (contra los “hacendados” religiosos o civiles) menguaron el poder del jinete y la fuerza emblemática del caballo hasta casi su exterminio, pero no lograron su desaparición. La “utopía charra” renace y se recrea todo el tiempo en las figuras actuales de empresarios, políticos, urbanizadores e industriales que, no obstante su condición moderna (vestimentas, modales y actitudes), son en el fondo una transfiguración de una ideología ligada a la identidad hispana, hípica y hacendaria, que contrasta y se aleja de lo indígena, de lo popular y de las mayorías.

El discurso del gobernador de Jalisco, soez y violento, es entonces un monumento para el análisis sociosicológico e histórico. La inmensidad de su rabia delata la dimensión del agravio sufrido por su clase y la profundidad de su desplazamiento social y político. Hoy este sector, dejado fuera del juego durante décadas, rebrota como fuego de una yesca estimulada por los nuevos vientos del neoliberalismo. Y no es para menos: subidos a la barca de la modernización neoliberal, los hijos o nietos de los antiguos hacendados del centro de México detentan buena parte del poder político mexicano. En sus cabezas (conciencias e inconciencias) irrumpe como un fantasma la necesidad de reivindicar a sus antepasados venidos a menos y a todo ese mundo felizmente articulado de caballo, mujer, religión, madre, hispanidad y hacienda.

Resta saber qué mecanismos convirtieron al gobernador de Jalisco en el eficaz reivindicador de una elite desplazada, en el portavoz de una herida histórica, contenida, no olvidada. Todo apunta hacia otro elemento paradigmático: el tequila, cuya ingesta es más que simbólica de todo jinete en vías de sincerarse y que esta vez agregó un nuevo atributo a su ya larga lista de virtudes. El desnudo retórico que escenificó el gobernador jalisciense fue rotundo, desbordante y brutal. La tradición no se equivoca: quiso hallar el olvido al “estilo Jalisco”, pero aquellos mariachis y aquél tequila le hicieron mentar. No hay más explicación. Las copas que se tomó el gobernador fueron de un tequila que desafió la historia.

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